viernes, 21 de diciembre de 2012

CUENTO PARA EL SOLSTICIO DE INVIERNO




En un remoto país perdido entre árboles y brumas, en un tiempo que no era tiempo, cuando el mundo era aún un inmenso jardín sin estrenar, vivían unos seres etéreos y diminutos, pequeños como un pulgar, de piel suave y rosada y rostro delicado como el de un querubín. Tenían en su espalda unas alas volátiles y transparentes tan livianas que parecían de tul. Con ellas se desplazaban jugueteando entre las ramas de los arbustos, mientras transportaban a sus respectivas cuevas las semillas y bayas que les servían de alimento.

Durante la estación calurosa, cuando el bosquecillo en que vivían se cubría de una alfombra de flores y los días eran más luminosos e intensos estos seres diminutos eran especialmente felices. Era la época de la alegría y la abundancia, en la que nacían la mayoría de los bebés y también la de los juegos despreocupados y los baños en el riachuelo cercano, con gran alboroto de los jóvenes que allí descubrían por primera vez el amor.

Por eso, cuando llegaban las primeras lluvias y los días se iban acortando, nuestros diminutos amigos comenzaban a sentirse un poco tristes y alicaídos. En la estación fría, la vida cambiaba para ellos. Como dejaban de percibir el calor del sol en su piel y la luz se escapaba tan pronto entre las ramas, sabían que era el momento de abandonar sus diversiones y sus juegos y de retirarse a sus guaridas para intentar aislarse de las tormentas, las bajas temperaturas y la nieve. Era una estación larga y solitaria, muy dura para unos seres tan pequeños para quienes lo más placentero era pasar el día al aire libre recibiendo la caricia de los rayos del sol.

Una de las que peor llevaba el invernal encierro era la joven Mirra. Tal vez por su juventud, o porque su temperamento era más nervioso, no podía parar quieta en su cueva. Todos los días, a pesar del frío, salía envuelta en hojas secas al exterior intentando adueñarse del tibio resplandor del sol mientras en su pensamiento le suplicaba al astro rey que en esa ocasión se quedara un poco más para que la noche no fuera tan larga. Y así, jornada tras jornada, la joven se asomaba al bosquecillo con la esperanza de que la luz no se le  escapara tan pronto por el horizonte. Hasta que un día, una tarde, se dio cuenta de que sus anhelos empezaban a hacerse realidad. ¡El sol había empezado a retrasar su partida! La noche ya no sería tan larga. En ese combate que la pequeña Mirra imaginaba entre las tinieblas y la luz, esta tímidamente comenzaba a ganar la partida.

Y Mirra se puso muy contenta. Empezó a cantar y a bailar, olvidándose casi del frío y de la nieve, mientras corría guarida por guarida dando la buena nueva a todos los que como ella deseaban la llegada de la luz.

Entonces estos seres diminutos hicieron una gran fiesta. El motivo no era para menos: la luz estaba venciendo. Las tinieblas se retiraban y daban paso al sol. Para animarle, encendieron fuegos, prendieron pequeñas teas de los arbustos y adornaron con guirnaldas de acebo y hojas secas sus moradas. ¡Que la luz llamara a la luz!  Sacaron lo mejor de sus provisiones para compartir un rico festín y pasaron la noche entre canciones, bromas y bailes. No importaba el frío, la nieve era hermosa esa madrugada. Los pequeños seres alados estaban tan felices como cuando las flores crecen por el prado y los frutos cuelgan de las ramas. Lo estaban tanto que, para demostrarse su cariño y la amistad que los unía, empezaron a hacerse pequeños presentes, regalos sencillos que se entregaban unos a otros ilusionados y cuyos primeros destinatarios, como suele suceder, fueron los niños, auténticos protagonistas de los festejos con sus juegos y sus risas, que hacían que los adultos por unas horas tuvieran su mismo espíritu infantil.

Así cada año, cuando en el eterno retornar de las estaciones el sol inicia su anual victoria en el solsticio, los seres humanos también celebramos de algún modo nuestra alegría vistiendo de luces la noche oscura y, a la manera de la pequeña Mirra, festejamos en medio del invierno el nacimiento de una nueva luz que nos recuerda que tras las tinieblas siempre renace la esperanza. 










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