martes, 16 de abril de 2013

TAYRO

A mi amiga la poeta Ana Santaella y a sus dos alegres y ruidosos perritos, Tayro y Nina, y a su perra Tula, en el Arcoíris.

 En una aldea perdida entre montañas en la que el invierno era de verdad invierno por lo que sus gentes esperaban con impaciencia el florecer de la primavera, vivía un diminuto perrito juguetón, de largo pelo suave caramelo y plateado, alegre y ladrador. A Tayro, que por tal nombre respondía nuestro amigo, lo conocían todos en la pequeña población, pues gustaba de pasear con su fiel compañera Nina por las callejas que conducían al campo, moviendo los dos coquetos sus colas y saludando con sus voces estridentes a los vecinos con los que se encontraban.

Sí, Tayro lo tenía todo para ser feliz: su dueña, una mujer cariñosa y amable que cuidaba de Nina y de él con mimo, una casita confortable en la que vivir, un pueblo tranquilo por el que pasear con libertad y  sin miedo y buenos amigos, tanto caninos como humanos e incluso algún felino, ya que su reducido tamaño hacía que los gatos lo vieran como uno de ellos y no se mostraran recelosos ante él. Sin embargo había algo que al pequeño y cascabelero Tayro traía preocupado, una inquietud, un deseo por cumplir que hacía que su vida no estuviera completa: el sueño de nuestro amigo era trabajar al lado de los bomberos como perro de rescate.

Los había visto, siendo todavía un cachorro, un día que se produjo un hundimiento en una mina cercana. Pasaron por el pueblo, orgullosos, resueltos, acompañando a aquellos valerosos hombres y mujeres vestidos de uniforme. Y después había oído cómo todos comentaban lo valientes y listos que eran aquellos canes gracias a los cuales los mineros habían podido ser rescatados con vida. Eso se grabó a fuego su cabecita y desde entonces se convirtió en su objetivo.

Cuando comentaba sus inquietudes con los otros perros del vecindario, sólo su querida Nina lo apoyaba y comprendía. Un pastor alemán, que vivía en una parcela de las afueras, se burlaba de él cada vez que pasaba por el lugar en donde se sentaba a tomar el sol y Tula, una perra de largas orejas y pelo rizado, se reía de sus pretensiones con un despectivo: “¿Bombero tú? Si no levantas dos palmos del suelo…” Por eso Tayro se sentía muy desdichado. Salvo su amiga, nadie creía en él, todos le quitaban las esperanzas y su sueño cada vez se diluía más lejano.

Pero sucedió. Una mañana de verano mientras nuestro amigo y su compañera hacían su ronda habitual, oyeron un tumulto de voces y vieron cómo todos los habitantes de la aldea corrían hacia la carretera. Fue precisamente Tula la que les informó de que Andrés, el travieso nieto de Maruja, había caído en uno de los pozos de la mina abandonada y se encontraba atrapado. “Y ahora vendrán tus amigos los de rescate”, añadió con sorna mirando a Tayro con una risilla disimulada en sus ojos color miel.

Y así fue. Volvieron de nuevo los admirados bomberos y con ellos trajeron a sus inteligentes compañeros de fatiga, los perros de rescate. En esta ocasión Tayro ya no era un cachorro en las faldas de su dueña. Había crecido y podía correr junto a Nina hasta la vieja mina. Estaba emocionado, ¡vería trabajar a sus héroes! ¡Ay, si pudiera ser como ellos!

Cuando Nina y Tayro llegaron a la mina, los canes estaban en plena faena. Pronto encontraron el lugar exacto donde se encontraba atrapado el niño y lo marcaron con sus señales para que sus colegas humanos pudieran empezar a trabajar. Afortunadamente Andrés se encontraba ileso, pero estaba aterrado, muerto de miedo y con unas ganas terribles de salir del agujero, por lo que uno de los bomberos intentaba, sin éxito, hacer llegar su voz hasta el chiquillo para tranquilizarle y, contándole historias, hacerle más llevaderas las horas necesarias para que sus compañeros pudieran completar el operativo y rescatarle. “Imposible”, dijo a una de las compañeras se acercó a la boca del pozo para comprobar algunos aspectos del dispositivo, “el chiquillo no para de gritar y ahí dentro sólo resuenan sus lamentos y sus lloros. Está fuera de sí, ¡pobrecito!”

Entonces fue cuando Tayro vio que era su momento de intervenir. Llamó a Nina y ambos se pusieron delante de los bomberos para intentar llamar su atención. Fue la chica la que comprendió lo que ambos perritos querían decirles. Ellos tenían el tamaño adecuado para entrar por el agujero al pozo  y con su compañía, llevar a Andrés la calma suficiente para afrontar la involuntaria aventura que estaba viviendo.

Tayro y Nina se convirtieron de este modo en los pequeños mensajeros de los ánimos y el calor que Andrés necesitaba. Ambos recorrieron varias veces el túnel del derrumbe con  alimentos y golosinas colgados de sus minúsculos cuellos, que eran más fuertes de lo que pudiera parecer, así como con  escritos de aliento a los que el niño respondía, pero siempre había uno de los dos a su lado haciendo con sus gracias y sus mimos que el tiempo pasara más rápido. Cuando por fin los esforzados bomberos llegaron hasta el niño, se los encontraron a los tres durmiendo plácidamente abrazados.

La responsable de la unidad que se había encargado del rescate felicitó con caricias y palmadas a los valerosos perritos y colocó en nombre de todos sus compañeros un pin de la brigada en cada uno de sus collares a manera de condecoración mientras alababa su decisión y valentía y  les prometía que les tendría en cuenta cuando los necesitaran.

Como a pesar de socarrona era de buena pasta, la primera en felicitarlos fue Tula, seguida del viejo pastor alemán, quien además reconoció con nobleza que no habría tenido valor para introducirse por el pozo bajo tierra. 

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